—¡Abuela!
Los pasos apresurados y las voces de los gemelos la arrancaron a Agnés de su recuerdo.
Leo se adelantó y, con un movimiento firme, sujetó el látigo antes de que volviera volver a golpearse. Lia, en cambio, cayó de rodillas frente a la anciana, tomando con delicadeza su mano libre.
—Por favor… no te lastimes más —suplicó Lia, con la voz quebrada.
En respuesta, la anciana sacudió con brusquedad la mano que sostenía la disciplina, intentando seguir su penitencia. Pero se rindió después de algunos segundos cuando Leo no la soltó.
—¿Qué hacen aquí, traidores? —inquirió, mirándolos con desdén, y extendiendo la mano hacia Nancy para que la ayudara a levantarse.
Lia se encogió ante la acusación, sin soltarla, y se forzó a responder.
—Tienes que hablar con Alec —mencionó, aferrándose a Agnés—. Si le cuentas la verdad… si le dices todo sobre la noche en que murió el abuelo, él te comprenderá.
—Nunca —dijo de forma contundente—. Ni siquiera por ustedes debe saberlo.
Se sostuvo del braz