El ruido de la puerta al cerrarse perturbó apenas el silencio que envolvía la vieja casa, y ni siquiera desapareció por completo con las pisadas de la anciana sobre la madera; era el mismo silencio sofocante que había guardado sus secretos durante años.
Subió por las escaleras hasta la habitación que permanecía sellada desde hacía cuatro años, el lugar donde cada noche había implorado misericordia para sí misma y para sus nietos.
Retiró el candado oxidado y las bisagras chirriaron cuando la puerta se abrió. Cruzó el umbral, quitando algunas telarañas, y avanzó hasta el fondo en busca del altar. Allí encendió las velas, desafiando al tiempo y después se arrodilló frente a estas, uniendo las manos en oración.
No dejó de susurrar clemencia ni siquiera cuando unos pasos la siguieron hasta aquel lugar olvidado.
—No es necesario, querida —dijo, sin girarse, solo cuando escuchó a la mujer más joven detenerse a su lado—. Esta es mi condena, no la tuya.
—Pero, señora, usted hizo…
—Fui débil, N