La anciana alzó el bastón sin desviar sus ojos, sin sentir la menor turbación ante la forma de actuar de Alec.
La respiración de este se volvió irregular y el pecho le dolió como si alguien le arrancara las costillas. Sin embargo, avanzó de forma tambaleante, mientras la furia aumentaba con cada paso, una sombra que nublaba su razón, y las serpientes viscosas parecieron enrollarse otra vez en su pecho.
—Detente, debo terminar la purificación por tu bien.
El bastón de plata dejó de apuntar a Serethia y se dirigió hacia él, pero Alec no se detuvo.
—No te atrevas a desobedecerme, Alec —mencionó, de forma calmada, pero el bastón en su mano empezó a oscilar de forma leve—. No me obligues hacer algo que no deseo.
Alec no la escuchó; nada de lo que salía de la boca de la anciana lograba procesarlo. Cada fibra de su cuerpo solo se concentraba en una cosa: proteger a Serethia a toda costa.
—¡Te atreviste a dañarla! —gruñó, con la voz temblando por la rabia y miedo, y la oscuridad que había emp