La puerta se cerró tras la asistenta y el silencio volvió a caer sobre la sala. Serethia permaneció quieta, incapaz de decidir si debía decir algo o esperar a que la anciana lo hiciera primero.
Agnés volvió a tomar la taza entre sus manos con un cuidado solemne, como si aquel gesto fuera parte de un ritual, mientras la luz que entraba por la ventana resaltaba el brillo metálico de la cruz que colgaba de su cuello; un destello imposible de ignorar.
—¿No te agrada el café? —preguntó con una suavidad fingida, dejando a un lado su bastón—. Puedo pedirle a Nancy que te prepare lo que desees; no te avergüences, lo hará con gusto.
—Estoy bien así —respondió Serethia, firme. Sin embargo, casi al instante agregó: —No del todo, en realidad. Me gustaría saber, ¿por qué engañó a Alec para encontrarse conmigo?
—No suelo tener mucha compañía —dijo la anciana, ignorando la pregunta, mientras sus labios se curvaron en una sonrisa débil, pero sus ojos permanecieron sin emoción alguna —. Además de Nancy