Lucian leyó la carta por segunda vez, con el ceño marcado como una cicatriz recién abierta. El sello rojo del Alfa Ronan había sido estampado con tanta fuerza que la cera se había quebrado, escupiendo gotas solidificadas a lo largo del sobre. Era un mensaje en sí mismo: orden, frustración… y amenaza.
Cuando terminó, alzó la vista hacia Lyra —hacia Althea, como él insistía en llamarla— y la observó de una manera que no logró descifrar. No fue lástima. No fue deseo. Era… cálculo. Como si estuviera ajustando mentalmente la forma de un arma antes de usarla.
No mencionó sus moretones ni los labios partidos, ni el cuello marcado por los entrenamientos brutales. Como si esas heridas ya no formaran parte de ella, sino de la pieza que él estaba moldeando.
Solo levantó la mano, ordenando a la sirvienta que acababa de entrar:
—Baña a Althea. Y que luzca impecable. Usa lo mejor del guardarropa.
Sus palabras fueron frías como hielo recién formado.
Lyra sintió un vuelco en el estómago.
Impecable.
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