Ares respiraba hondo en la cima de la montaña. El viento soplaba con fuerza, agitando su capa de guerrero, pero él no sentía frío, solo una calma inusual, una conexión etérea que viajaba en el aire como un susurro, recordándole a Isabel.
No la veía, no la tocaba, pero sentía sus pensamientos. Una frase no dicha, una súplica silenciosa. Era como si sus almas se encontraran entre el caos, como si, por un segundo, ella lo hubiera tocado desde la distancia, como si, a pesar de todo, su luna siguiera susurrándole entre los vientos del amanecer que aún estaba viva y que aún lo recordaba.
Cerró los ojos, dejando que la brisa golpeara su rostro curtido por la batalla y el dolor. Un recuerdo suave emergió, la risa de Isabel bajo la lluvia, la forma en que sus dedos le rozaban el cuello sin querer, la furia de sus palabras y, aun así, el fuego que lo miraba cuando lo ødiaba. Ares sintió que el pecho se le estrechaba, pero esta vez no por desesperación sino por certeza. Ella no se había rendido