El cielo estaba rojo, no por el atardecer, sino por la guerra.
Las llamas ascendían como lenguas de ødio desde el bastión de Gloria. Habían llegado sin misericordia. Ares, Lucía, Henrry, Nyssara, Maela y cientos de soldados de distintas manadas se abrían paso por los muros del castillo enemigo como una tormenta de acero y colmillos.
El aire era un campo de fuego y muerte. Cada grito, cada rugido, cada estallido mágico estremecía la tierra misma.
—¡Avancen! ¡No dejen nada en pie! —Bramó Ares, con la voz desbordando rabia, la espada envuelta en fuego lunar. Su figura de general, de alfa, de guerrero sagrado, lideraba la arremetida como una furia divina hecha carne.
Lucía, con su cabello rojo ondeando como una bandera, lanzaba hechizos de contención, su cuerpo cubierto por una coraza protectora que Nyssara había tejido con su magia más ancestral. Henrry no se apartaba de ella ni un segundo, cortando el paso a cualquier amenaza con movimientos letales, casi coreografiados, pero el dol