La habitación estaba cuidadosamente adornada, con sedas suaves colgando de las paredes de piedra, alfombras gruesas sobre el suelo y un ventanal que dejaba entrar la luz pálida del amanecer. Parecía una habitación de reina, y en cierta forma, lo era. No por su título, sino por lo que representaba: la joya más codiciada por quienes deseaban doblegarla.
Isabel estaba sentada frente a un tocador, cepillando lentamente su cabello. Los mechones rubios deslizándose entre sus dedos eran el único sonido en el cuarto, acompasado por su respiración calma, casi meditada. Su reflejo le devolvía la mirada, más firme, más viva. Ya no tenía la palidez del encierro, ni los labios partidos. Logan se había encargado de que no le faltara nada: comida caliente, descanso, vestidos finos, incluso perfumes suaves y delicados y, sin embargo, por dentro estaba hecha polvo.
El vacío en su pecho era inmenso, un pozo de niebla y fuego contenido. Su corazón, como una cuerda tensa, latía por Ares. A veces, al cerr