El viento cortaba como cuchillas a través del campo de entrenamiento, pero Nyra no se inmutaba. Ni el frío, ni la sangre, ni los gritos de dolor lograban perturbarla. Cada paso que daba sobre la tierra marcada por antiguas runas dejaba tras de sí un rastro de magia oscura, vibrante y viva, como si el suelo mismo reconociera a su dueña.
Sus ojos, antaño cálidos y chispeantes, eran ahora dos gemas heladas, carentes de emoción, pero cargadas de autoridad. No titubeaban ni temblaban. Mandaban.
—Una vez más —Ordenó con una voz que se clavaba en los huesos.
El guerrero frente a ella, apenas consciente, respiraba con dificultad. Sangre le corría por la ceja, y su brazo izquierdo colgaba sin fuerza. Sin embargo, como si una orden invisible lo empujara, se puso de pie. Temblaba, pero lo hizo. Solo para recibir, segundos después, otro impacto mágico directo al pecho que lo lanzó como un muñeco contra el muro de piedra negra.
—Mierdä. —Se quejó el hombre.
—Eres débil. —Sentenció ella sin piedad.