Henrry no podía respirar.
Las llamas de la batalla aún humeaban a lo lejos, pero en su pecho ardía un fuego mucho más devastador. El rostro de ella, su mirada, su aura… su luna. Lucía.
No podía haber sido una ilusión. No con esos ojos, no con esa esencia que, aunque ahora teñida de oscuridad, su lobo reconocía como suya. Aunque lo mirara con frialdad, aunque lo apuntara con una lanza de magia letal… su alma seguía ahí. Ahogada, sí, pero no extinguida.
Él corrió, no esperó a los informes de sus soldados. No importaba el botín ganado ni los daños sufridos en la frontera. Solo importaba una cosa:
¿Cómo estaba viva?
Atravesó pasillos sin escuchar los saludos ni las alertas de los guardianes. Solo sentía ese tambor constante en sus oídos: su nombre. Lucía, Lucía, Lucía.
—¡Lucía está viva! —Gritó al irrumpir en el salón de guerra del Este, donde Ares e Isabel aguardaban entre mapas, pergaminos y estrategias.
Ambos se giraron hacia él, sorprendidos por la irrupción, pero más aún por la deses