Habían pasado dos semanas desde que Henrry la rescató.
Dos semanas desde que Lucía comenzó a verlo con otros ojos. No como su captor, ni como un enemigo, sino como alguien capaz de protegerla, incluso cuando ella misma ya no podía hacerlo.
En ese tiempo, sus encuentros se hicieron frecuentes. Caminar por los jardines, comer juntos en silencio, entrenar bajo el sol de la tarde o simplemente compartir la misma habitación sin hablar, pero con los corazones latiendo a la misma frecuencia.
Lucía aún no lo recordaba todo, pero sentía.
Sentía cómo su piel reconocía la cercanía de Henrry. Cómo sus pasos se alineaban con los de él sin que lo notara. Cómo su alma latía un poco más fuerte cada vez que lo escuchaba reír, cada vez que sus miradas se encontraban más de la cuenta. Como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no lograba descifrar.
Y Henrry lo sabía. La miraba con esa ternura temblorosa que nace del respeto profundo, del miedo a romper algo frágil. No la presionaba, no la empujaba,