El lunes me pesaba en la piel. Todavía sentía su respiración en mi cuello y sus manos en mi cuerpo. El bosque se había clavado en mi memoria, dejando una marca imborrable.

Traté de parecer normal al salir de clase, de caminar con la indiferencia que solo una alumna puede fingir, como si no llevara un pecado escondido entre las costillas. Me esforcé en ignorar el calor que me subía a las mejillas.

Pero entonces vi a Fabio. Apoyado contra la pared del pasillo, con los brazos cruzados y esa mirada que no permite escapatoria.

Mi corazón se detuvo. No estaba ahí por casualidad. Su presencia era un juicio. Lo supe antes de que abriera la boca.

—Tenemos que hablar —soltó apenas me acerqué.

Intenté cubrir el temblor con una sonrisa falsa, forzando mis labios a la ligereza.

—¿Qué haces aquí? ¿Pasó algo con Alejandro? —pregunté, tratando de desviar el foco, de que el tema volviera a la normalidad de la oficina.

—Sí. Pasó algo contigo —respondió directo, tajante, sin dudar.

Fruncí el ceño, fingi