Capítulo 29. El refugio del pecado
La noche aún no terminaba de apagarse cuando dejamos la mansión. El silencio era tan denso que sentí que cada sombra nos observaba. Alejandro no encendió las luces del auto hasta que estuvimos lejos del portón. Sus manos en el volante estaban firmes, pero su respiración lo traicionaba.
Nadie debía vernos salir juntos.
Atravesamos la carretera desierta, con las luces bajas y el sonido del motor como único testigo. Yo iba en el asiento del copiloto, envuelta en una sudadera suya que aún tenía su olor. No hablábamos, pero todo lo que no decíamos ardía entre los dos.
—En cuanto lleguemos, deberías dormir un poco —murmuró sin mirarme.
—¿Dormir? —respondí con ironía suave—. ¿Eso es lo que crees que voy a hacer contigo en esa cabaña?
Sus labios se curvaron apenas, como si luchara por contener algo más oscuro y primitivo.
—No me provoques cuando sabes exactamente a qué estás apostando —dijo con voz fría, pero cargada de fuego.
El camino hacia la cabaña siempre había sido tranquilo, escondido