En el vestidor, Maritza se miró al espejo. El vapor empañaba el cristal, pero su reflejo aún mostraba el rubor en sus mejillas, el temblor leve en sus labios. Tocó su propio pecho, justo donde sentía que el corazón le latía con fuerza desordenada. Cerró los ojos.
—Esto no puede estar pasándome —murmuró para sí misma.
Pero sabía que ya estaba dentro. Hasta el fondo. El problema no era que Alan la besara. El problema era que ella no podía ni quería resistirse.
Minutos después, ambos salieron del área de la piscina. Alan iba en su silla, con la toalla sobre los hombros y el cabello aún húmedo. Maritza caminaba a su lado, con la bata cerrada, pero con una sonrisa en los labios que no podía contener.
—¿Y entonces? —dijo él, girando un poco hacia ella mientras rodaba—. ¿Seguimos con las reglas?
—Claramente sí. Nueva norma: no más terapia con besos incluidos. Te pones intenso y terminas queriendo hacer el amor sobre una tabla de flotación.
Alan soltó una risa ronca.
—No me digas que no te gu