3

Hoy se acaba. Vamos a destrozar la pequeña fantasía de la señorita Delgado de una vez por todas.

La boca de Sebastián se curvó en una sonrisa fría mientras miraba a Linda de reojo. Servirá. No es lo ideal, pero encaja en el plan.

La empujó hacia el baño y abrió la ducha al máximo. Antes de que Linda pudiera entender lo que estaba ocurriendo, el agua helada la empapó de pies a cabeza, dejándola completamente sobria al instante.

Jadeó, temblando, apartándose el agua de los ojos. Cinco minutos atrás había pensado que un hombre deslumbrante invitándola a su suite significaba fuegos artificiales. Ahora estaba ahí, chorreando y humillada.

—Quítate la ropa. Ponte el albornoz. Sal.

Sin explicación. Sin emoción. Sebastián salió y la puerta se cerró de golpe detrás de él.

Linda se quedó allí, temblando, confundida y furiosa. Si hubiera intentado forzarla, habría peleado con uñas y dientes. Pero humillarla por diversión? Eso no iba a tolerarlo.

Bueno. Ya estoy aquí. Más vale terminar lo que empezó.

Se desvistió y se cambió rápido, envolviéndose en el lujoso albornoz del hotel. Su figura era naturalmente armoniosa, pero había pasado años escondiéndose del mundo, ignorada y subestimada. Esta noche no se suponía que fuera así.

Miraba su reflejo, conteniendo las lágrimas, cuando un golpe seco resonó en la puerta.

—¿Ya acabaste? —Su voz cargaba una impaciencia evidente.

Linda ajustó el cinturón con fuerza y salió.

Apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza cuando algo chocó contra su rostro—una mascarilla facial. Se quedó helada, atónita, mientras Sebastián la empujaba con suavidad pero firmeza hacia la cama, acomodaba la mascarilla sobre su piel y cubría sus piernas con una manta—dejándolas deliberadamente a la vista.

—No te muevas. Y no hables —ordenó.

Linda parpadeó con rapidez, lista para exigir una explicación, pero sonó el timbre de la puerta.

—Shh —Sebastián llevó un dedo a sus labios, lanzándole una mirada de advertencia.

Ella se quedó inmóvil.

La puerta se abrió y una mujer deslumbrante entró como si fuera la dueña del lugar. Maquillaje impecable, ondas castañas perfectamente peinadas, un vestido que gritaba riqueza y seguridad. Lana Delgado. Su sonrisa se congeló en cuanto vio la escena—Linda, con mascarilla y albornoz, en la cama de Sebastián.

—Bastian, ¿quién demonios es ella?

—Ella es mi novia —respondió él con total naturalidad, como si lo hubiera ensayado—. Betty.

Los ojos de Linda se abrieron como platos bajo la mascarilla. ¿Novia? ¿Betty? ¿Qué?

Intentó hablar, pero Sebastián colocó una mano firme sobre su hombro.

—Betty, estás con la mascarilla puesta. Nada de hablar, ni gestos —dijo suavemente—casi con ternura—mientras ajustaba la mascarilla bajo su barbilla.

Ese toque delicado le provocó un estremecimiento inesperado. Por un segundo, casi le creyó.

Lana parecía desconcertada. Sebastián Cortez jamás había sido gentil. Nunca. Y sin embargo ahí estaba, cuidando de una desconocida como si fuera un tesoro.

Estudió a Linda con creciente inquietud. No podía ver su rostro, pero la elegante clavícula y las largas piernas eran imposibles de ignorar.

Sebastián le dedicó una sonrisa fría y divertida.

—Has estado deseando conocer a mi novia, Lana. Deseo concedido.

Lana enrojeció de rabia, los puños tensos.

—A nuestra Betty no le gusta la atención —continuó él, despreocupado—. Esta noche es una excepción. Y ahora, si no te importa… queremos disfrutar de nuestra velada.

La expresión de Lana se torció de furia.

—Bastian, te vas a arrepentir.

Sebastián soltó una risa baja y desdeñosa.

—Lo dudo. Que tengas un buen viaje a casa.

Abrió la puerta. Lana salió hecha una furia, los tacones golpeando el suelo.

Cuando la puerta se cerró, la expresión de Sebastián cambió por completo. El hombre cálido y atento de segundos atrás desapareció; solo quedó hielo puro e impenetrable.

Linda lo miró, atónita. No tenía idea de cuál versión era real.

—Ya puedes irte —dijo Sebastián, seco.

Ella parpadeó. —¿En serio? ¿Me usaste y ahora me echas?

Él arqueó una ceja, indiferente. —¿Y qué si lo hice?

—Increíble. Maldito sin corazón —murmuró ella.

Él la escuchó.

—Nunca he fingido ser otra cosa —respondió con calma. Luego su mirada se afiló, casi divertida—. Por cierto—¿cómo te llamas? Supongo que no es realmente Betty.

—Claro que no. Me llamo Linda. —Agarró su bolso y lanzó su identificación sobre la cama.

Él la miró—y estalló en carcajadas.

—Veintiocho. Linda Herrera. Y… —su sonrisa se hizo más profunda— ¿virgen?

Sus ojos recorrieron su cuerpo con curiosidad burlona.

—Eres un completo imbécil —escupió ella, ardiendo de rabia.

—Bien. Tienes carácter —dijo él, sonriendo como un depredador evaluando a su presa—. Como me has ayudado esta noche, al menos debo agradecerte. Dime tu precio. ¿Cómo quieres que te pague?

Su mente se quedó en blanco. Abrió la boca, pero no salió sonido.

Al verla sin palabras, Sebastián se acercó—demasiado—y la tomó por la cintura antes de que pudiera retroceder.

—Creo que sé lo que necesitas.

Antes de que pudiera procesarlo, su boca chocó contra la de ella—separados solo por la fina y húmeda mascarilla sobre su piel.

Linda se quedó rígida. Su corazón golpeó contra sus costillas.

Era su primer beso.

Robado a través de un pedazo de papel, sin aviso, sin permiso, sin un segundo para respirar. Ni siquiera tuvo tiempo de decidir si empujarlo o corresponder antes de que él se apartara.

Sebastián retrocedió, lamiéndose una gota de suero del labio.

—Los primeros besos realmente son más dulces —murmuró.

Las mejillas de Linda ardieron bajo la mascarilla. El beso duró solo un instante, pero la dejó mareada—su calor, su olor, la fuerza de su agarre. Todo había hecho que su pulso se desbocara.

Así que… ¿esto es lo que se siente un beso?

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