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Un hombre se alzaba en la entrada del ascensor: alto, de hombros amplios y líneas tan marcadas que parecía esculpido en piedra. Su expresión era puro filo: cejas severas, ojos fríos con una concentración cortante, nariz recta y una boca firme, tensada en una línea que advertía a cualquiera que no se acercara. Todo en él exudaba peligro, ese que despierta las alarmas primarias del cuerpo antes siquiera de pensarlo.

Linda levantó una mano para cubrirse del resplandor agresivo de las luces del vestíbulo. Entre los huecos de sus dedos alcanzó a ver su rostro—contundente, imponente, imposible de ignorar.

Santo cielo…

Era deslumbrante. Millones de veces más que el camarero adorable de antes. Y cuando tragó saliva, el movimiento de su nuez se marcó de una forma tan masculina que a Linda se le apretó la garganta y tuvo que tragar también.

Él vaciló un instante, luego entró al ascensor y se colocó en el extremo opuesto, de espaldas rectas, mirando al frente, sin dedicarle ni la más mínima mirada.

Solo entonces Linda se dio cuenta de que el ascensor había cambiado de dirección y volvía a subir por el edificio.

—¡Eh, espera! ¡Necesito bajar! —apretó los botones desesperada.

No reaccionó. Ni un parpadeo.

Linda dejó caer las manos, derrotada. La cabeza le estallaba con un dolor pulsante. Intentó sacudir el mareo, concentrándose en el desconocido para no desmayarse.

La camisa de vestir gris carbón se ajustaba a un torso perfectamente esculpido: hombros amplios estrechándose hacia una cintura firme, músculos definidos palpándose bajo la tela.

Su mirada descendió más.

Dios mío.

El calor le subió del pecho hasta la cara como una llamarada.

Si un hombre así pudiera abrazarme aunque fuera una sola vez… solo una… quizá mi vida no sería tan patética.

La realidad cayó sobre ella como un golpe seco. Ni siquiera lograba interesar a hombres normales; alguien como él era un sueño inalcanzable. El pensamiento la vació por dentro.

Entonces él sí la miró—solo un segundo, de reojo. Alcanzó a ver su cara hinchada y manchada, el maquillaje corrido en caos, un zapato tirado en la esquina y el otro colgando torcido del pie. Se tambaleaba como si fuera a caerse.

Increíble, pensó él con un nudo de disgusto en el pecho. ¿A esta clase de gente dejan entrar ahora en el Skyline 88?

Linda lo observaba en silencio, respirando el aroma limpio y masculino de su colonia, cálido, envolvente. Quiso acercarse, apoyarse en él, sentir aunque fuera un segundo algo bueno.

¿A quién engaño? Mírame.

Tal vez era el alcohol. O la soledad. Pero de pronto el pecho se le abrió y las lágrimas brotaron descontroladas, calientes, violentas. En cuestión de segundos estaba en el suelo, encogida, llorando sin poder respirar.

El hombre se quedó rígido. ¿Qué demonios está pasando?

El ascensor llegó al piso quince—las suites del hotel. Las puertas se abrieron. Cuando él dio un paso para salir, algo tiró con fuerza de su pierna izquierda.

Miró hacia abajo.

Linda lo sujetaba del tobillo como si se estuviera ahogando, los dedos clavados en su piel.

—No te vayas—por favor —sollozó, con la voz rota.

Él casi la pateó por pura reacción, pero al ver su rostro—deshecho, desesperado, roto—se quedó congelado. Algo brilló en los rincones olvidados de una memoria enterrada. No. Imposible. No ella.

—No quiero morirme sola —lloró Linda, temblando—. No quiero envejecer sin que nadie me haya tocado nunca.

La mandíbula de él se tensó. Patética. Desquiciada.

—¡Sé que soy fea! ¡Pero sigo siendo mujer! ¿Por qué nadie me quiere? —gritó entre mocos y lágrimas, manchando sus pantalones caros.

La rabia le subió por la columna como fuego. ¿Qué carajo?

—Ni siquiera puedo regalar mi primer beso. ¿Por qué la vida es así? —gimió, el rostro retorcido de dolor.

¿Con esa cara? pensó él con una frialdad punzante. Cualquier hombre tendría que estar loco.

Linda levantó la vista hacia él, hipando entre sollozos.

—¿Me besarías? ¿Solo una vez? Así podría morirme sin arrepentimientos…

Un escalofrío de repulsión le recorrió la piel, levantándole los vellos de los brazos. Dejó escapar una risa breve, seca, cruel.

El gusto de Linda en hombres era excelente—pero pensar que él la besaría algún día era una fantasía absurda.

—Si tú no quieres… —susurró Linda con la voz hecha pedazos— entonces te besaré yo.

De repente se impulsó del suelo y se lanzó hacia él, intentando alcanzar su boca. Pero era demasiado alto—apenas llegaba a su hombro por mucho que se estirara.

Sin dudar, él apoyó una mano en su cara y la empujó hacia atrás. Su palma quedó húmeda—empapada de lágrimas y saliva. Se apartó bruscamente, sacudiendo la mano como si lo quemara.

—Santo Dios… —murmuró con asco.

Recordando de pronto los tacones, Linda se giró y los agarró. Tal vez con los centímetros extra podría rozar sus labios. Se los calzó tambaleando—pero cuando se enderezó, él ya caminaba hacia el pasillo.

Sin pensar, tropezó detrás de él.

Él se detuvo frente a la puerta 1508 y pasó la tarjeta. Linda corrió, pero él levantó el brazo y la bloqueó como una barrera de acero. La puerta se cerró en su cara.

Linda golpeó con ambas palmas.

—¡Eh! ¡Vuelve aquí!

Golpeó más fuerte, el alcohol torciendo sus emociones en una tormenta salvaje.

—¡No puedes irte así! ¡Di algo!

Silencio.

—¡Sal y enfréntame! ¡Cobarde!

Su voz resonó por el pasillo vacío.

—¡Solo un beso! ¿Es tan imposible? —volvió a golpear, furiosa, humillada, fuera de control—. ¡Dios, eres un imbécil!

Nada.

Le dio una patada a la puerta—olvidando que llevaba sandalias de tacón. El dolor ardiente le atravesó el pie, la uña del dedo se abrió y empezó a sangrar. El simple vistazo bastó para que otra oleada de lágrimas la arrasara.

Se dejó caer contra la pared y se cubrió la cara, llorando sin freno.

La puerta se abrió.

El hombre se asomó, expresión indescifrable, observándola desde arriba como si fuera un trapo tirado en el suelo.

—¿Sigues aquí?

Linda levantó la cabeza, los ojos borrosos, mirándolo como si hubiese olvidado cómo hablar.

—Entra —dijo él, doblando un dedo para llamarla.

Por un instante ella parpadeó, sin entender.

¿Estaba alucinando? Se pellizcó el brazo con fuerza.

—Ay…

No, no era un sueño.

Se levantó torpemente y lo siguió dentro, como un perrito abandonado buscando calor.

El hombre miró su teléfono. Una sonrisa afilada se curvó en la comisura de su boca. Una notificación iluminó la pantalla:

“Señor Cortez — Lana acaba de enterarse de que está en el Skyline 88. Ya va de camino.”

Sebastián Cortez.

Tercer hijo de una de las dinastías empresariales más antiguas y despiadadas del país—dinero, poder y escándalos emanando de él como un perfume caro. Las mujeres lo perseguían como lobas hambrientas, especialmente Lana Delgado, heredera del imperio Delgado, obsesionada con él desde hacía años. Mientras siguiera soltero, estaba convencida de que podría obligarlo al fin a aceptarla.

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