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1 Abriendo los ojos
Elise apreciaba esos momentos en los que el mundo parecía desaparecer y solo quedaba ella junto a Kris. Su esposo siempre había sido un hombre fogoso en la intimidad, pero aquella noche venía con más vigor que nunca. Cada caricia era intensa, cada beso profundo, y en medio de la pasión ella se sentía deseada, querida, como si fuera la única mujer capaz de arrancarle ese fuego que ardía en sus ojos verdes. Sus manos vagaban por el cuerpo sudoroso de ella, firme y posesivo, como si quisiera marcarla a cada segundo. Elise rebotaba sobre su regazo, jadeando entrecortado mientras lo miraba desde arriba, sintiendo cómo el aire le faltaba, cómo las sensaciones la envolvían con más fuerza de lo que podía resistir. —Kris… —su voz se quiebra, entre placer y urgencia, justo antes de que su cuerpo tiemble a punto de alcanzar el clímax. Él, excitado aún más por aquel jadeo, no se contiene. La gira con rapidez, atrapándola bajo su cuerpo, hundiéndola contra las sábanas. Sus embestidas se vuelven más rápidas, más erráticas, hasta que el fuego lo consume también y ambos se deshacen en un nirvana compartido, respirando agitados, con los corazones latiendo a un mismo ritmo. Durante unos minutos queda en silencio, sintiendo todavía el calor de su piel, pero pronto Kristian se levanta sin decir nada y camina al baño. Elise, todavía con el pulso acelerado, se queda mirando el techo, con el cuerpo un poco más magullado que de costumbre, esta noche su esposo fue especialmente rudo. Se muerde el labio, soporta la punzada en sus músculos y se levanta, envolviéndose en una bata de seda antes de bajar las escaleras. En la cocina prepara una cena sencilla, pero hecha con cuidado. Siempre había tenido esa costumbre: ocuparse de él, aunque él pocas veces lo pidiera. El olor de la comida llena la estancia y, cuando Kristian baja, ya no lleva su ropa de dormir. Viste un traje gris plomo, perfectamente planchado, como si la noche apenas empezara para él. —¿Vas a salir? —pregunta Elise, al verlo tan elegantemente vestido a pesar de que ya eran más de las nueve. —Sí, tengo una reunión urgente —responde él con ese tono serio y distante que siempre lo caracteriza— no esperes despierta. Ella lo observa en silencio. Lo único que rompía aquella frialdad entre ellos era la pasión que compartían en la intimidad. Ahí, en medio de una mesa, en el sofá o en la cama, era el único lugar donde no había distancias. —Come algo antes de irte —murmura, suave y casi sumisa. Solo por su esposo era así. Él asiente y se sienta frente a ella. Ambos comen en calma, sin hablar demasiado. Cuando terminan, Kristian recoge los platos y los friega en el fregadero. Lo hace con naturalidad, como si fuera parte de la rutina. Y así era: aunque distante, tenía esos gestos considerados que confundían a Elise, como si detrás de ese muro de hielo hubiera un hombre que sí quería ese matrimonio, aunque nunca lo dijera. Unas horas después, cuando Elise ya está sola en el salón viendo un resumen de una operación a un babuino, su teléfono vibra. Un mensaje de un número desconocido, un enlace. Ella aprieta el enlace con cierta desconfianza y lo que aparece en la pantalla hace que su estómago se hunda. Es un portal de revistas del entretenimiento, una foto, algo borrosa, pero inconfundible: Kristian, su esposo, entrando a un hotel con una mujer despampanante del brazo. Los dos entrelazados como una pareja que no teme mostrarse. El corazón de Elise se rompe en mil pedazos. Una lágrima silenciosa recorre su mejilla, pero no hay gritos, no hay escándalo. Solo un murmullo escapando de sus labios. —Oh… ya veo… Supongo que llegó el momento después de todo —sentía como su corazón estaba siendo destrozado, sin embargo, no hizo ningún escándalo. Por dentro se siente destruida, pero la calma la invade. Pensaba que, si algún día eso pasaba, al menos él sería lo bastante hombre para decírselo de frente. Pero no. Hace tres años se habían casado por los abuelos. Ella lo aceptó en un momento de vulnerabilidad: su propio abuelo, en su lecho de muerte, le pidió que se uniera a la familia Lebedev, y Elise, aturdida y sin fuerzas para discutir, aceptó aquel destino. Kristian y ella, al quedarse solos, firmaron un acuerdo. Entre sus cláusulas, una decía claramente que, si alguno quería el divorcio, el otro debía aceptar sin objeciones. Y quizá esa era la única salida ahora. Con manos firmes marca un número en su móvil. —Candy. ¿Puedes prepararme un documento de divorcio? —pregunta en voz baja, pero decidida. Su asistente duda un segundo, pero acepta sin dudar. Elise no pensaba quedarse junto a alguien infiel, no iba a esperar a que un día él apareciera con esa mujer y la echara de la casa. Era mejor cortar de raíz, aunque doliera. Toma las llaves de su coche y conduce hasta la mansión del viejo Sergei Lebedev, el abuelo de Kristian. El mayordomo la recibe con respeto y la conduce hasta el cuarto del anciano. —Mi nieta querida… ¡qué hermosa estás! Ven, entra —dice Sergei, con alegría sincera en sus ojos cansados. —Abuelo… ¿cómo te has sentido? —pregunta ella con una sonrisa suave, acercándose a su cama y ya checando sus signos vitales con una revisión rápida. —Bien, bien, con mis achaques de viejo que es lo normal —ríe él en voz baja—, pero no hablemos de eso. Mejor dime, ¿qué hay de ti? Elise respira hondo y se sienta a su lado. —Vine porque quería hablarte de un asunto importante —dice con seriedad. El anciano entrecierra los ojos. —¿Por qué tanta seriedad, mi niña? ¿Alguien te hizo algo? Dime quién, que yo mismo me encargo de ponerlo en su lugar —responde, con esa voz protectora que siempre la enternece— si es ese nieto mío ya me va a conocer. —Nadie, abuelo… —Elise baja la mirada—. Es solo que… quiero divorciarme —la voz sale en un susurro muy bajo. El silencio se vuelve denso. Sergei parpadea varias veces antes de soltar un carraspeo incrédulo. —¡¿Qué?! La voz no viene solo de él. Detrás de Elise se escucha un eco que la hace girar. Allí está Larisa Lebedeva, la abuela, con una bandeja de té entre las manos. La deja sobre la mesa con cuidado, pero la mirada que le lanza a su nieta política es aguda y dura. Elise siente un nudo en la garganta. Sus ojos se humedecen, pero no deja que las lágrimas caigan. Sabe que les debe mucho, pero no estará con un hombre infiel. —Abuela… es lo mejor. Después de todos estos años, él no me tiene en su corazón y no hay hijos —es su excusa. Larisa frunce el ceño, clavando su mirada en ella. —¿Él te lo dijo? —pregunta Larisa, sabiendo que su nieto tenía que ver con esto— fue Kristian ¿verdad? Sergei golpea la cama con fuerza, con la rabia temblándole en las manos arrugadas. —¡Ese mocoso desagradecido! —gruñe, respirando agitado. Elise guarda silencio. En su pecho todavía duele la traición de Kristian, pero ya no hay marcha atrás.






