Por más cara dura que fuera, Eduardo sabía que tenía que irse.
—Descanse, por favor. Ya vendré a verla en otra ocasión.
Lorena se limitó a asentir, sin molestarse en añadir nada más.
En cuanto comprendió que no llegó solo de visita, sino con un propósito claro, su interés en él se esfumó.
—Acompáñalo a la puerta, Valeria.
Encantada de obedecer, asintió con entusiasmo y lo acompañó hacia la salida.
Una vez afuera, él no pudo contenerse.
—¿Qué fue todo eso? ¿Qué le pasa a tu mamá?
—Vaya, ¿ya se te olvidó la actuación? Adentro sí la estabas tratando con respeto.
El sarcasmo en la voz de ella hizo que la sonrisa de Eduardo se desvaneciera.
—¿Es necesario que me hables así?
Apretó la mandíbula, se veía muy frustrado.
—¿Por qué no podemos hablar las cosas bien, tú y yo?
Ella asintió con una lentitud deliberada.
—Claro que podemos. Entonces, dime: ¿por qué tu familia tiene tanta prisa en que nos casemos?
El rostro de Eduardo se iluminó con la primera parte de la respuesta, pero la pregunta fi