A Sofía aquello le pareció extraño, pero optó por relegar el asunto al fondo de su mente. Después de todo, la ausencia de Alejandro significaba un par de noches de libertad, una bienvenida dosis de tranquilidad.
Al caer la noche, yacía en la inmensa cama, con la vista perdida en el techo. Por primera vez, se preguntó por qué la recámara principal era tan grande.
Un espacio tan vasto que la soledad parecía una presencia, amenazando con engullirla. Ni siquiera tuvo el ánimo de apagar la lámpara de pared.
Comprendió por primera vez la fuerza terrible de la costumbre. Descubrió que, de forma inconsciente y paulatina, se había habituado a la existencia de Alejandro. Era como el aire: invisible, pero se había filtrado poco a poco en cada rincón de su vida.
Ladeó la cabeza, observando el espacio vacío a su lado. Cuando él estaba allí, a veces sentía que la cama era pequeña; ahora, en cambio, parecía lo bastante ancha como para tres personas. La ausencia de esa espalda familiar y del calor cor