Seraphina
El estilista, un hombre delgado y enérgico llamado Julian, me había transformado. Durante dos días, mi suite se convirtió en un torbellino de telas caras, zapatos de tacón imposible y joyas que valían más que mi vida anterior. Me midió, me vistió y me desvistió como si fuera una muñeca, todo bajo la atenta mirada de Isaac Graves, que observaba desde un rincón con silenciosa desaprobación.
El resultado final era una mujer que apenas reconocía en el espejo.
Esta noche, para una cena de negocios en uno de los restaurantes más exclusivos de Chicago, Julian me había puesto un vestido negro de satén que se adhería a mi cuerpo como una segunda piel. Era elegante, minimalista, pero gritaba dinero en cada costura. Mi cabello estaba suelto, peinado en ondas suaves que caían sobre mis hombros. Mi maquillaje era sutil pero efectivo, acentuando mis pómulos y oscureciendo mis ojos. Y en mi mano, el diamante de diez quilates lanzaba destellos de luz fría.
Era Seraphina Rossi. Una creación.