Ariadna observaba la casa mientras Daniel bajaba las valijas del auto. El viento soplaba con una fuerza creciente, agitando su abrigo y desordenándole el cabello.
—¿Usted cree que esto lo soportará? —preguntó con voz tensa, abrazándose a sí misma mientras el aire se volvía cada vez más violento.
—Quiero creer que sí, señora —respondió él con un tono grave—. Por eso la enviaron aquí.
Un hombre los esperaba junto a la entrada. Les abrió la reja sin decir palabra. Comenzaba a lloviznar. La casa, aunque amplia, no era lujosa, pero tenía una presencia sólida, casi ancestral. Estaba construida sobre una pendiente que daba al acantilado, desde donde se solía ver un mar turquesa. Ese día, sin embargo, el agua tenía un color gris y peligroso, como una amenaza latente que se extendía hasta el horizonte.
Ariadna escuchaba el rugido del viento. Era abrumador, salvaje. Nunca antes había experimentado algo semejante. Estaba parada en la sala, mirando el ventanal, mientras Daniel desaparecía con las