Alejandro caminaba lentamente por la orilla del río, acompañado por Roco, su fiel perro. La brisa fresca golpeaba su rostro, pero no lograba despejar la tormenta de pensamientos en su cabeza. Aún no podía creer lo que Ariadna le había revelado. ¿Su padre había sabido todo ese tiempo que ella estaba viva? No, no podía ser cierto. Se negaba a aceptarlo.
Mientras tanto, Máximo llegaba a la casa como una furia. Apenas había entrado por el portón.
—Explícamelo. ¿Qué sucedió? —preguntó Máximo sin saludar.
—No lo sé, señor. Apareció de pronto en el jardín, se desplomó. Tenía barro en las piernas. Llamamos al médico, está revisándola.
Máximo se apuró a entrar. El médico ya lo esperaba.
—¿Doctor, cómo se encuentra?
—La señora está bien. Le di un calmante, está algo nerviosa. Al parecer, se quedó sin aire al correr. Le he indicado algunos estudios. Tal vez fue producto del susto. Estaba desorientada, y la tormenta no ayudó. Ya se lo advertí: no es seguro andar por esas zonas. Hay animales salva