A miles de metros de altura, Máximo viajaba en el jet privado de su padre. El silencio entre los hombres que lo acompañaban era denso, respetuoso. Cada uno revisaba mentalmente sus tareas, pero Máximo no podía dejar de pensar en lo que había descubierto: su tía, Ariadna, fingía estar muerta.
“¿Por qué hacerlo?”, pensaba mientras cruzaba el atlántico “¿Qué pudo haberla obligado a desaparecer así?”
Ahora, ciertas actitudes de ella cobraban sentido. Su cabello rubio, las operaciones estéticas… aunque para él, nada de eso era necesario. “Siempre fue preciosa. No entendía qué intentaba esconder.”
El jet descendió sin contratiempos y en menos de una hora, Máximo ya estaba en la mansión.
Ariadna terminaba su rutina de ejercicios en el gimnasio privado. Vestía un conjunto ajustado negro que marcaba cada músculo trabajado. Sus movimientos eran suaves, felinos, disciplinados. Al salir, se topó de frente con Máximo, que acababa de atravesar el pasillo principal.
—Bienvenido, sobrino —saludó ella