Ariadna permanecía en silencio, contemplando el cuerpo de Franco . El hombre que había sido su refugio, su escudo contra el mundo. Su esposo, su compañero, su todo.
—¿Y ahora qué haré… sola? —susurró con voz quebrada, pero Franco no respondió.
No podía responder.
La noticia de su muerte se propagó rápidamente, y mientras en la habitación reinaba el duelo, en Pereyra, la oscuridad celebraba. Aquella noche, en la casa de Genoveva, se preparaban para un brindis. Habían logrado quitar del camino a Franco Della Croze, y ahora, con Hubert quebrado por el secuestro y una viuda aparentemente vulnerable, todo parecía al alcance de sus manos.
—Con él fuera, tratar con Hubert y la viuda será pan comido —dijo Leonardo, sirviéndose una copa.
Pero no todos brindaban. Esa misma noche, el cuerpo del cabecilla del grupo que habia apareció en la intendencia con una grabación incriminatoria. Una confesión completa. Leonardo no se lo esperaba. Y como si fuera poco, Rafael Gutiérrez, el comisario, recibió