Ariadna regresó a su casa pasada la medianoche. El aire frio de Pereyra aún parecía aferrarse a su ropa. Al entrar, dejó las llaves sobre la consola de la entrada y apenas dio dos pasos cuando lo vio. Máximo estaba sentado en la sala, con el rostro ensombrecido por la luz tenue del velador. La observó en silencio. Su ropa estaba empapada y cubierta de barro.
—¿Todo en orden? —preguntó él, sin moverse del sillón.
Ariadna lo miró sin sorpresa.
—Sí. Alejandro sabe la verdad. Toda la verdad... Sabe por qué volví. —dijo con firmeza, aunque se notaba el agotamiento en su voz.
Máximo no desvió la mirada.
—¿Y eso cambia las cosas? —preguntó, como tanteando el terreno.
Ariadna negó con la cabeza mientras se sacaba los zapatos sucios de lodo.
—No. Todo sigue igual —dijo con una seguridad que, por dentro, tambaleaba—. Me voy a duchar. Deberías descansar. Mañana salimos para la capital.
Máximo la observó mientras desaparecía por el pasillo. No dijo nada. Pero su mente era un remolino. ¿De verdad