VALERIO VISCONTI
Entré en la casa con la sonrisa todavía pegada en los labios. El beso de Sara aún ardía en mi recuerdo: suave, inesperado, como un milagro que me devolvía la respiración. Caminaba ligero, el mundo era más amable de lo que lo había sentido en años. Por un momento pienso que puedo permitirme creer en algo distinto a la rabia, en algo que no sea venganza. Sara me miró como si yo pudiera ser un hombre diferente. ¿Quién hubiera imaginado que una taza de café y una película podrían hacerme sentir así? Completamente feliz
—Que sea esta noche, está bien, avísenme cuando terminen el trabajo —oigo la voz por encima de mi hombro, dura, profesional de mi ayudante.
La sonrisa se me quiebra en un segundo. Giro y veo a Carlo apoyado en el corredor, el teléfono pegado a la oreja. En su cara no hay duda; en sus ojos hay