ENZO CALASSI
El dolor fue lo primero que sentí al despertar. Un ardor en el costado, punzante, quemándome como hierro al rojo vivo. Mi respiración era pesada, cada movimiento un recordatorio de que estuve a segundos de morir. Abrí los ojos, y el techo blanco de mi clínica privada me dio la bienvenida como si fuera un maldito milagro.
—Señor… —la voz grave de Raid me sacó de la bruma. Mi leal sombra estaba allí, como siempre, con la mandíbula tensa y los ojos inyectados de preocupación.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté, mi voz ronca, rota.
—Un día inconsciente, jefe. Pensamos que lo perdíamos.
Asentí apenas, tragándome el dolor, ignorando el cansancio. No me importaba cuánto había sangrado ni que la muerte me hubiera rozado de cerca. Lo único que mi mente evocaba era un rostro, una voz suave, unas manos pequeñas presionando mi herida como si su vida dependiera de ello.
—¿La mujer? —solté de golpe, mirándolo fijo—. ¿Dónde está la mujer que me salvó?
Raid se tensó, dudando apenas un segundo.