SARA BLACKSTONE
No voy a mentir: llevaba tres noches sin dormir. Tres noches en que Adriano no volvió a casa, y aunque trataba de convencerme de que era por trabajo, el instinto de madre me gritaba otra cosa. Conozco a mi hijo mejor que a nadie. Y cuando se ausenta, siempre hay un motivo.
Esa mañana, al ver abrirse el portón de la mansión, sentí que el corazón me iba a salir por la boca. Ahí estaba, impecable como siempre, pero con esa sonrisa en los labios que no veía desde que era un niño. Una sonrisa distinta, luminosa.
Me crucé los brazos, dispuesta a sermonearlo, a exigirle explicaciones.
—¡Adriano Blackstone! —grité en cuanto bajó del auto—. ¿Sabes que es la tercera noche que no duermes aquí?
Él no me contestó. Solo se limitó a sonreír y, con un gesto que me desarmó, abrió la puerta del copiloto.
Y entonces la vi.
Mi niña.
Dalia bajó del auto, con una timidez que me partió el alma. Por un instante, todo mi enfado se esfumó, y lo único que hice fue correr hacia ella.
—¡Mi niña! —