ADRIANO
La cena nunca me supo tan deliciosa como esa noche. No por la comida —aunque la abuela Susan siempre se luce con sus recetas—, sino porque la tenía a mi lado. Dalia, mi Dalia, sentada junto a mí, con esa sonrisa tímida que trataba de ocultar cada vez que me sorprendía mirándola demasiado.
No me importaba que los demás estuvieran presentes; no solté su mano ni un solo segundo. La acariciaba con el pulgar, disfrutando de su calor, de su vida. Y cuando el plato de carne llegó frente a ella, no lo pensé: yo mismo le serví un poco más, colocando las verduras en un lado del plato.
—Adriano… —susurró, como si se avergonzara—, puedo servirme sola.
—Lo sé —respondí sin dejar de mirarla—. Pero quiero mimarte.
Y lo hice durante toda la cena: pasándole la sal antes de que la pidiera, sirviéndole agua, acomodándole la silla, cortando su filete. Quería que todos supieran, sobre todo ella, que ya no había espacio para dudas: la mujer a la que amaba merecía todo.
La conversación giró pronto h