La habitación estaba casi a oscuras, apenas iluminada por la luz azulada de las máquinas que mantenían a Valerio con vida. El sonido del monitor marcaba un ritmo tenue, constante, como si su corazón se aferrara a cada segundo.
Llevaba horas sentada a su lado, sin soltar su mano. No podía hacerlo. Cada vez que sentía que su piel se enfriaba, lo acariciaba un poco más fuerte, temiendo que esa fuera la última vez.
—Valerio… —susurré, con la voz quebrada—. Por favor, despierta. No me dejes.
Apreté su mano entre las mías, acercándola a mis labios.
—No puedes rendirte ahora, ¿me oyes? —seguí, las