ADRIANO
El sol entraba suavemente por la ventana del hospital. La habitación estaba en calma. Los trillizos dormían en sus cunas, envueltos como pequeños capullos, mientras Dalia descansaba recostada, mucho más tranquila que la noche anterior.
La miraba sin poder creer que lo había hecho. Tres vidas. Tres pequeños milagros que respiraban gracias a su fuerza.
No había nada en el mundo más admirable que verla ahí, con el cabello despeinado, la piel pálida, pero con ese brillo de amor que le llenaba los ojos cada vez que los miraba.
— ¿Cómo te sientes amor?
— Mejor, duele menos.
Acaricié su mejilla y besé su frente.
El sonido de la puerta me hizo girar.
Una enfermera entró con paso firme, revisando su tablilla.
—Bueno, debemos levantar a la señora —dijo con total naturalidad.
—¿Cómo? —pregunté, girándome hacia ella con incredulidad.
—Sí, señor Blackstone, la señora debe ponerse de pie. Es el procedimiento.
La miré como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Está loca? Mi esposa acaba de dar a