SARA BLACKSTONE
El olor a ajo y cebolla dorándose llenaba la cocina.
Era uno de esos días tranquilos que apreciaba con el alma.
El sol entraba por la ventana, suave, y el sonido de los pájaros se mezclaba con el murmullo del aceite en la sartén.
Valerio estaba de pie junto al mesón, cortando vegetales con una concentración casi militar.
Tenía la camiseta arremangada, los antebrazos fuertes, el cabello algo desordenado… y esa sonrisa suya que siempre me desarma. Se mantenía en un estado físico envidiable para sus 55 años.
Ya no quedaba nada de las heridas de bala que había recibido por salvarme.
Nada, salvo las cicatrices finas en su espalda que yo, a veces, rozaba sin querer cuando lo abrazaba.
—Esa carne ya está lista, amor —me dijo sin levantar la vista—. ¿Quieres que le ponga más orégano?
—Solo un poco —respondí, removiendo la salsa con la cuchara de madera—. No quiero que quede muy condimentada
—Quedará sabrosa amor —Se giró hacia mí y me sonrió—. Como tú.
Rodé los ojos, aunque no