ADRIANO
El sol ya se había movido al otro extremo del jardín cuando Dalia cayó de espaldas sobre el suelo del gimnasio, sudando, jadeando y riendo al mismo tiempo. Le había enseñado los movimientos básicos: cómo zafarse si alguien la sujetaba, cómo desequilibrar a un tipo más grande, cómo usar su peso a su favor. Mi pequeña flor estaba empapada en sudor, el cabello pegado a la frente, pero con una sonrisa feroz.
Ya no era una flor frágil. Estaba sacando espinas, y eso me encantaba.
—Vamos, amor, tú puedes —le susurré al oído mientras la sujetaba por detrás—. Como te enseñé.
Su pierna golpeó la mía con fuerza, perdiendo el equilibrio. Caímos los dos al suelo. Ella estalló en carcajadas mientras yo intentaba recuperar el aire. En un movimiento rápido quedé sobre ella, sosteniendo sus muñecas contra su cabeza.
—Lo estás haciendo muy bien, mi flor. Aprendes rápido —murmuré antes de besarla con suavidad—. Pero aún soy más fuerte… ¿qué harás ahora?
—Morderte —respondió con una sonrisa travi