DALIA
El avión privado descendió suavemente, y mi corazón latía con la misma emoción que el primer día que subí a bordo como esposa de Adriano. Afuera, la pista brillaba bajo el sol de la tarde, y a lo lejos nos esperaba un auto negro para llevarnos de regreso a la mansión.
Adriano tomó mi mano, entrelazando nuestros dedos con esa firmeza que siempre me hacía sentir protegida.
—¿Lista para volver a casa, señora Blackstone?
Sonreí, apretando sus dedos.
—Lista. Aunque confieso que dejar atrás Grecia me duele un poquito.
Él sonrió con esa arrogancia tan suya.
—Entonces volveremos. Todas las veces que quieras.
Me reí suavemente. Esa era su manera de decir “no hay imposibles”. Con él, nada parecía estar fuera de alcance.
El camino hasta la mansión fue un torbellino de recuerdos. Cerré los ojos y reviví Milán con sus calles llenas de moda, París con su Torre Eiffel iluminada, y las islas griegas con su mar azul eterno. Habíamos reído, bailado, amado sin prisas. Y ahora regresábamos distinto