SARA BLACKSTONE
El camino al cementerio siempre me había parecido largo, pero aquella mañana… se sintió eterno.
El cielo estaba nublado, gris perlado, y el viento movía las hojas como si susurrara nombres antiguos. Caminé despacio, con un ramo de rosas rojas entre las manos. No era la primera vez que venía, pero sí la más difícil.
Esta vez no traía silencio, sino palabras que pesaban demasiado.
La tumba de Alexander estaba igual que siempre: impecable, rodeada de flores frescas que Dalia y yo solíamos traer. Me arrodillé frente a la lápida, acariciando las letras grabadas con el nombre del único hombre que había amado de verdad.
El aire olía a tierra húmeda y recuerdos.
—Hola, mi amor… —susurré—. Vengo a hablar contigo.
Mi voz tembló.
—No podía postergarlo más, Alexander. No puedo mentirte, aunque ya no estés.
Coloqué las rosas sobre la piedra fría.
El silencio me envolvió, denso, como si el mundo esperara lo que iba a decir.
—Me enamoré —confesé en un hilo de voz—. Pensé que no pod