DALIA
El camino de regreso fue un silencio roto. Mis manos seguían temblando, apretadas contra las rodillas, y mi respiración se entrecortaba aunque intentaba disimularlo. Sentía el corazón todavía golpeándome las costillas como si quisiera salirse, como si no hubiera entendido que ya no había armas apuntándonos.
Adriano conducía con la mandíbula apretada, los nudillos tensos en el volante. El aire a su alrededor era electricidad pura, cargado de rabia contenida y miedo disfrazado. Yo lo conocía demasiado bien: esa rigidez no era frialdad, era la única forma en la que él lograba no estallar.
—Vamos a casa —dijo al fin, con un tono bajo y decidido—. Necesitamos calmarnos. No te llevaré a la universidad hoy.
Solo asentí, porque no tenía fuerzas para discutirle. Mis labios estaban secos y mi garganta apretada. No podía pensar en clases, ni en trabajos, ni en nada más que en la imagen de ese cañón negro, apuntando directo al pecho de Adriano. Con cuidado tomé su mano y la besé, necesitaba