JACKELINE
La luz entraba como a pellizcos por la cortina sin cerrar, pintando rayas doradas en el suelo de concreto pulido. La ciudad allá abajo rugía en sordina, como si supiera que aquí arriba el mundo tenía otro ritmo. Me desperté despacio, primero ese aroma amaderado y varonil, él—, después el peso tibio de un brazo rodeándome la cintura, y por último la certeza absurda de que yo, la que no se quedaba nunca, estaba todavía aquí.
Su pecho se amoldaba perfecto a mi espalda. Tenía el rostro en su brazo como una almohada suave y mi cabello desparramado por su piel, rojo sobre bronce. Sentí cómo respiraba contra mi nuca, lento, como si contara mis latidos. Antes de abrir los ojos, un beso cayó en mi hombro, tierno, distraído, como si se le hubiera escapado el corazón por la boca, luego siguió el camino hacia mi cuello.
—Mmm… —me estiré, felina, con la pereza feliz de los animales al sol—. Buenos días, cariño.
—Buenos días, gatita —su voz me recorrió la espalda como una caricia—. ¿Cómo