DALIA
La habitación estaba en silencio, apenas roto por el pitido constante de la máquina que registraba mis signos. El dolor en mi costado aún latía, pero era soportable comparado con el alivio de estar viva. Cerré los ojos un instante, pensando en lo cerca que había estado de perderlo todo.
La puerta se abrió despacio. Reconocí esos pasos antes de verlo.
—¿Enzo? —susurré, incorporándome apenas.
Entró despacio, como si temiera interrumpir mi descanso. Su mirada, normalmente desafiante, estaba cargada de ternura. Se acercó a la cama y tomó mi mano con suavidad.
—¿Cómo te sientes, princesa? —preguntó, con esa voz grave que me arrancó una sonrisa cansada.
—Mejor, gracias a ti… —apreté sus dedos—. Supe que donaste sangre junto a Adriano. También que acudiste a mi rescate… una vez más.
Enzo bajó la cabeza, como si no quisiera que notara la emoción en sus ojos.
—Te dije que siempre te cuidaría, princesa. Sobre todo ahora, que seré tío.
Una carcajada suave escapó de mis labios.
—Sí… —acaric