Vivienne Vance.
La mañana parecía tranquila, o al menos eso intentaba repetirme mientras revisaba los informes que llevaba horas mirando sin realmente procesar.
La oficina estaba en silencio, rota solo por el susurro del aire acondicionado y el golpeteo rítmico y nervioso de mis dedos contra el escritorio. El brillo blanco del monitor me ardía en los ojos, como si me reprochara la falta de sueño.
Había dormido poco, mal, inquieta.
Y cada vez que cerraba los ojos veía la imagen de Caelan parado en mitad de la oficina ignorando a Lina como si fuera una absoluta desconocida.
Esa frialdad perfecta, ese vacío… no coincidían con el hombre que yo recordaba haber amado. Era como ver un reflejo distorsionado: reconocible, pero inhabitable.
Suspiré, frotándome el puente de la nariz. Si pudiera apagar mi cabeza por un día, un solo día…
Entonces escuché el clic agudo de tacones acercándose por el pasillo. Un ritmo firme, demasiado firme. Ese tipo de caminata que anuncia intención, propiedad, territorio.
No. No.