No dormí, lo intenté, lo juro.

Cerré los ojos, respiré hondo, cambié de posición decenas de veces, pero cada vez que el silencio me abrazaba, aparecía la misma imagen:

Caelan alejándose de Lina sin siquiera mirar atrás, como si no la conociera, como si no hubiera compartido parte de su vida con ella, como si nada importara.

Ese vacío en su mirada me seguía como una sombra, como si el Caelan que yo conocí alguna vez estuviera atrapado detrás de un vidrio grueso, golpeando, pidiendo ayuda sin poder decirlo.

Y fue ahí, boca arriba, mirando el techo oscuro de mi habitación, que un recuerdo me empujó por completo hacia atrás en el tiempo. Un recuerdo cálido, uno que todavía me dolía.

Recuerdo que llovía. No una tormenta dramática como en las novelas que tanto le gustaban a mi vieja vecina.

No, era esa llovizna fina, obstinada, que se pega al cabello y te deja oliendo a nubes. Habíamos salido tarde de la oficina.

—Puedo llevarte a casa —me ofreció Caelan mientras cerrábamos la sala de juntas