Todo lo que Nunca Dije.
La primera decisión que tomé esa mañana fue cerrar la puerta. No con violencia, no con énfasis.
Simplemente la cerré y giré la llave una vez, escuchando el clic metálico como si fuera una confirmación íntima. Mi oficina olía a café viejo y a papel, a trabajo acumulado y a horas que no se miden en relojes corporativos.
No había sensores visibles, no había cámaras ocultas en las esquinas, no había nadie anticipándose a mis movimientos.
Era un espacio imperfecto y era mío.
Me quité el abrigo y lo dejé sobre el respaldo de la silla sin acomodarlo. Ese gesto mínimo ya era una forma de control: no hacerlo todo perfecto, no responder a una expectativa invisible.
Encendí la computadora, no para revisar correos de inmediato, sino para abrir el calendario.
Borré dos reuniones, moví otra. Agregué un bloque de tiempo que titulé simplemente: pensar.
Nadie me escribió para cuestionarlo.
Respiré.
El sonido del teclado bajo mis dedos no era el mismo que en Vance Corp. Aquí no había un ritmo impuesto.