Refugio.
El silencio de mi casa esa mañana fue distinto, no era la quietud habitual que acompañaba los primeros rayos de luz sobre el piso de madera, ni el murmullo lejano de la ciudad despertando.
Era un silencio tenso, expectante, como si las paredes contuvieran la respiración, como si algo que había estado latente desde hacía semanas estuviera a punto de manifestarse de nuevo.
Lo sentí apenas abrí los ojos y me incorporé lentamente, sin prisa, como si cada movimiento pudiera romper la frágil calma.
Noah aún dormía. Su respiración tranquila, entrecortada por algún sueño que no alcanzaba a recordar, me hizo dudar de si debía volver a la cama o prepararme para un día que prometía ser pesado.
Había aprendido, a fuerza de lo que pasaba en la escuela y de los incidentes recientes, que la rutina podía convertirse en un campo minado.
Cada error, cada olvido, cada movimiento mal calculado podía explotar en problemas que ya no se limitaban a lo laboral: ahora afectaban su mundo, su seguridad, su sens