Huecos.
El primer indicio fue tan pequeño que casi lo ignoré.
Tan doméstico, tan insignificante, que en otro contexto habría pasado como una discusión más, una de esas que se olvidan antes del desayuno.
Caelan estaba de pie frente al escritorio improvisado de la sala de estar, con el ceño fruncido y los hombros tensos. Yo estaba preparando café cuando habló.
—¿Por qué moviste esto?
No levantó la voz. No fue acusatorio, fue directo, seguro. Me giré con la taza en la mano.
—¿Mover qué?
Señaló una carpeta negra, abierta sobre la mesa. Dentro había documentos impresos, gráficos, anotaciones escritas a mano.
—Estaba cerrada, la dejé cerrada anoche.
Fruncí el ceño, caminando hacia él.
—No la toqué, Caelan.
Me miró. De verdad me miró. No como alguien que busca confirmar una sospecha, sino como alguien que está convencido de algo y no entiende por qué el mundo no coincide con su certeza.
—Elara —dijo, con paciencia forzada—. No pasa nada si la revisaste, solo dime.
El café me supo amargo de golpe.
—N