Mundo ficciónIniciar sesiónAMBER PIERCE
Acepté por mi mamá, por el bebé y por mí.
Me mudaron a un lugar apartado, una casa de descanso rodeada de árboles y vigilada por personal médico. Decían que era «para mi seguridad», pero yo sabía que era una forma elegante de decir que estaba atrapada.
Cada noche, cuando el bebé se movía dentro de mí, le hablaba en voz baja:
—Ya casi, amor… —le decía acariciando mi vientre—. Te prometo que todo esto tendrá sentido.
Pasaron dos meses, y entonces, una madrugada de lluvia, el dolor comenzó.
El parto fue difícil. Sentí que el mundo se partía en dos dentro de mí. Los gritos, las luces, las voces que me decían «puje, puje», todo se volvió confuso y distante. Pero en medio del caos, un sonido lo cambió todo.
Un llanto.
El más dulce, el más desgarrador llanto que había escuchado en mi vida.
—Es un niño —dijo la enfermera, y en ese momento, el tiempo se detuvo.
Cuando me lo pusieron sobre el pecho, las lágrimas me nublaron la vista. Era tan pequeño, tan cálido, tan real. Tanto tiempo soñé con él y por fin lo tenía sobre mi corazón. Lo toqué con miedo, con ternura, con esa mezcla de amor y dolor que solo puede sentir una madre.
Y supe, sin duda alguna, que no me arrepentía de nada.
Había aceptado un trato con el diablo, sí, pero aquel pequeño era mi razón para seguir respirando.
Lo observé dormir un rato, con los labios rosados y la piel suave como el terciopelo.
—Hola, mi vida —le susurré con ternura—. Prometo que siempre te protegeré.
***
Como bien había dicho la señora Harrington, lo fácil había sido tener al bebé y amarlo. Lo difícil fue aprender a ser alguien más, a modular mi voz, mi caminar y mi forma de pensar. Tener la respuesta correcta en el momento correcto, meterme en la piel de una completa desconocida que parecía tan opuesta a mí.
—Se fue en cuanto mi hijo se accidentó —dijo la señora Harrington con rencor y los dientes apretados, sin darme más detalles, no eran necesarios.
La mujer en las fotos lucía una actitud altanera, al nivel de su belleza. Pobre Byron Harrington, recuperándose en el hospital mientras la mujer que juró amarlo lo abandonaba cuando más la necesitaba.
Solo una vez los había visto, cuando firmé el contrato de madre subrogada. Él poseía la clase de belleza varonil que resulta intimidante, de esa que atrae, pero en el fondo sientes una punzada de miedo, por la frialdad en su mirada, su gesto serio y esa actitud de alguien que está acostumbrado a perdonar vidas; a su lado estaba ella, Charlotte, joven, superficial, pero con un brillo en la mirada que delataba astucia y arrogancia.
Eran la clase de personas que ves en portadas de revistas, con sus ropas caras y actitud soberbia, y, aun así, pese a sus actitudes parecían una pareja enamorada. Él la veía a ella como si fuera su mundo entero y ella le dedicaba sonrisas que derrochaban un cariño que parecía sincero, ahora sé que no lo era tanto.
—Puedo esforzarme, puedo modular mi voz y hablar como ella. Pueden teñir mi cabello y vestirme con sus ropas, pero… su hijo se dará cuenta. No hay manera de que esta farsa dure —dije con miedo, sintiendo un nudo en el corazón. No quería que me echaran la culpa de que el plan no resultara.
—No lo hará… solo sé cuidadosa —agregó la señora con media sonrisa y vio al pequeño bebé en mis brazos—. El día de la boda me entenderás.
De esa manera me dejó sola, confundida y con miedo. Quería que las cosas salieran tan bien como ella quería, no para complacerla, sino para no apartarme de mi bebé ni dejar desamparada a mi mamá, pero algo muy profundo en el corazón me decía que no sería tan fácil.
***
Cuatro meses después, me encontraba frente a un espejo enorme, vestida de blanco. Con una silueta que me había costado recuperar. Con una identidad que no era la mía.
El reflejo que me devolvía la mirada parecía el de otra mujer. El maquillaje, el peinado, el vestido… todo era perfecto. Pero detrás de esa perfección había una mentira que me consumía.La señora Harrington había cumplido su palabra. La boda sería privada, sin periodistas, sin invitados innecesarios. Nadie debía saber quién era yo realmente.
—Recuerda —me dijo antes de salir del vestidor—, para todos tú eres ella. Amber Pierce ya no existe. No lo arruines.
Asentí, aterrada en el fondo, mordiéndome los labios. El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar. Intenté concentrarme en el sonido de la música que venía del salón, en las voces lejanas, en el murmullo de los invitados.
Y entonces lo vi. Al hombre con el que iba a casarme.
La verdad me atravesó como un rayo silencioso, partiendo mi corazón en dos. Sostenía un bastón y usaba unos lentes negros que no habían alterado su atractivo ni presencia.
¡Estaba ciego! De seguro por el accidente. Ahora todo cobraba sentido.
Ni siquiera me había percatado de que la marcha nupcial había empezado a sonar cuando la señora Harrington me dedicó una mirada reprobatoria. Avancé con el rostro en alto, evitando ver a los invitados a la cara, como si eso fuera suficiente para que me descubrieran.
Un escalofrío me sacudió cuando me coloqué a su lado en el altar. Parecía en calma, serio, silencioso y controlado.
Conforme el sacerdote hablaba y comencé a recuperar la calma. Me concentré en sus palabras y traté de no llenar mi cabeza de incertidumbre. Leí mis votos con esa voz fingida que tantas veces había practicado y parecía que todos se estaban tragando mi actuación.
El beso final con el que uniría mi vida a la de Byron llegó. Giré hacia él y apenas lo volví a ver, mis mejillas se ruborizaron. Sus manos tomaron mi rostro, se sentían cálidas y agradables. Entonces se inclinó lentamente y sus labios se posaron en los míos.
Quise que mis labios fluyeran con los suyos, pero a los pocos segundos él se detuvo y noté como su cuerpo se tensó. Mi corazón dio un vuelco cuando se apartó. Pensé que me había descubierto y que lo gritaría en medio de todos, pero no.
Su boca se volvió una línea recta, sus mandíbulas estaban tensas. Pellizcó mi mentón, obligándome a no desviar el rostro. Entonces se volvió a inclinar sobre mí, haciendo que el beso se profundizara, volviéndose más animal y violento.
Sus manos me tomaron por la cintura, pegándome a su cuerpo de manera dominante, mientras yo me apoyaba en su pecho, luchando por jalar aire, me estaba ahogando.
El beso terminó con el aplauso de los presentes y mi corazón lleno de incertidumbre y la certeza de que Byron no sería un esposo gentil.







