La luna, un orbe pálido y distante, se asomaba por el ventanal de la habitación principal. Su luz mortecina apenas lograba disipar la penumbra, que parecía haberse instalado no solo en las esquinas de la estancia, sino también en la mente de Jackeline.
Tenía el libro de tapa dura sobre el pecho, abierto en una página que no había leído en absoluto, la mirada perdida en el techo de su habitación.
La revelación de George sobre Bianca era un eco persistente en sus pensamientos. No era una cuestión de importancia capital, no al menos para la vida de ambos, pero el misterio detrás del silencio de su marido durante tantos años la carcomía. ¿Por qué había esperado hasta ese momento para confesar que sabía dónde estaba Bianca? ¿Por qué la había estado vigilando, tal como lo sospechaba?
La puerta se abrió con un crujido suave, y George, vestido con una bata de seda, entró en la habitación. Su voz era un susurro que rompió el tenso silencio.
—Creí que ya estabas durmiendo, cariño —soltó, su