El Gran Salón del Parlamento de Argemiria nunca había estado tan abarrotado. Los asientos de terciopelo carmesí, normalmente ocupados solo por los representantes de las provincias, ahora acogían también a miembros de la prensa, diplomáticos extranjeros y figuras de la alta sociedad. El murmullo incesante de conversaciones nerviosas llenaba el espacio, rebotando en las paredes de mármol y los artesonados dorados del techo.
Anya se acomodó en su asiento junto a Elian, quien mantenía un semblante impenetrable. Sus dedos se rozaron brevemente bajo la mesa, un gesto imperceptible para los demás pero que transmitía todo lo que no podían decirse en público.
—¿Estás seguro de que vendrá? —susurró Anya.
Elian asintió casi imperceptiblemente.
—Mi madre nunca ha faltado a su palabra. Si dijo que estaría aquí, lo estará.
El reloj de la torre marcó las once con campanadas solemnes. Como si hubiera estado esperando esa señal, las puertas del fondo se abrieron de par en par. El silencio cayó sobre l