El monasterio de Dornvald se alzaba como una fortaleza de piedra gris contra el cielo plomizo. Anya contempló la estructura medieval desde la ventanilla del coche que había alquilado para llegar hasta aquel rincón remoto de Argemiria, donde las montañas parecían tocar las nubes y el silencio tenía una cualidad casi tangible.
El edificio, con sus torres puntiagudas y muros cubiertos de hiedra, parecía sacado de un cuento gótico. Un lugar perfecto para ocultar secretos, pensó Anya mientras el vehículo se detenía frente a la imponente puerta de madera.
—Llegaré antes del anochecer —le había prometido a Elian antes de partir—. No me esperes despierto.
Él había intentado acompañarla, pero ambos sabían que la presencia del príncipe heredero en un lugar tan apartado despertaría demasiadas preguntas. Esta misión requería discreción.
Una monja anciana de rostro sereno la recibió en la entrada. Llevaba el hábito negro tradicional de la orden de las Hermanas del Silencio, y sus ojos, de un azul