La luz del atardecer se filtraba por los ventanales del despacho privado de Elian, tiñendo las paredes de un naranja dorado que contrastaba con la tensión que flotaba en el aire. Anya permanecía de pie, sosteniendo la carta entre sus dedos temblorosos, mientras observaba al príncipe que le daba la espalda, contemplando los jardines reales con una expresión indescifrable.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? —preguntó ella finalmente, rompiendo el silencio que se había instalado entre ambos desde que le mostró el documento.
Elian se giró lentamente. Sus ojos, habitualmente seguros y dominantes, mostraban ahora una vulnerabilidad que Anya nunca había visto.
—No puedo decirte algo que ni yo mismo comprendo del todo —respondió con voz queda—. Durante años escuché rumores, susurros en los pasillos, teorías que circulaban entre el personal más antiguo del palacio.
—¿Rumores sobre qué exactamente? —insistió Anya, acercándose un paso.
El príncipe pasó una mano por su cabello, desordenándolo en un ges