El salón de los vitrales ardía con reflejos dorados.
Era la primera gala nocturna de la temporada diplomática, organizada con aparente elegancia por el Ministerio de Cultura y legitimada por la firma invisible del Consejo Real. El pretexto era una subasta benéfica para restaurar monasterios antiguos, pero todos sabían que era mucho más: un teatro para la nobleza, una pasarela de poder, y una arena de observación para los rostros que decidirían el futuro de la corona.
Las cuatro candidatas habían sido instruidas con precisión quirúrgica: vestidos de diseñador, colores asignados según rangos familiares, discursos limitados, sonrisas moderadas. Todo era escenografía. Todo era ensayo de lo que vendría.
Y sin embargo, al