Desperté con un fuerte malestar en el estómago. Las náuseas me envolvían como una niebla espesa, y mi cuerpo se sentía tan pesado que apenas podía moverme. El día anterior había sido emocionalmente agotador: la junta del trabajo, el inesperado descubrimiento sobre mi abuela, y la pesadilla que me dejó inquieta durante la madrugada. No tenía fuerzas para enfrentar nada. Era sábado, y por un instante, pensé en quedarme en la cama todo el día, acurrucada en la comodidad del silencio y la penumbra de la habitación.
El sonido del celular quebró ese breve instante de paz. Una llamada de un número desconocido iluminó la pantalla. Dudé unos segundos antes de contestar. Al deslizar el dedo, reconocí de inmediato esa voz venenosa al otro lado de la línea.
—¿Qué tal, Anne? —dijo Lane con una sonrisa que podía escucharse a través del teléfono—. ¿Acaso Alexander aún no se ha cansado de ti? Pronto lo hará. Y cuando me busque, tal vez ya no esté disponible. Quizá, para entonces, ya haya hecho una nu